Nosotros, los García

Criado por Letícia Castro em em 17/04/2014

“…sonaron las campanas, era la fuerza de Dios. El mal tomó su piel, también tomó su voz. Nunca aprendió el inglés, el exorcismo será hoy. I love you , I love you so I love you , I love you so.” (Todas las tardes del sol, todas las noches del agua, Fito Páez)

A la niña con 22m y 11cm de pelo,

Mi abuela materna se llamaba Maria Garcia Garcia Manzano. Sin las tildes, por el registro brasileño, y sí, doble Garcia. Los países de habla hispana escriben el apellido del padre en el medio, así que García era su padre, al igual que el viejo de Gabriel. Viejo… Calentón, cachondo, hijo puta, ¿qué cuernos hiciste? De tus putas, tenemos la igual tristeza ahora.

Conocí al maestro a los 16. Pero solo lo entendí a los 20. Me hubiese conocido él a los 16 y lo hubiera comprendido enseguida. Porque para entender a Gabriel García Márquez, en siendo una mujer, hay que no ser virgen. Lo que se nos brota después de haber sentido el deseo de un hombre por el cuerpo es la llave que abre la puerta a su universo. Hay que ser hembra para estar en sus manos.

Él estuvo en las mías todo el tiempo. Desde aquella asignatura en el 89, cuando la profesora de Literatura nos pidió una reseña de Crónica de una muerte anunciada. Qué pavada. No entendí un pito de aquellas líneas. Tampoco mis amigas, ni el resto de la clase. Debe haber sido la tarea más frustrante por la cual pasó dicha maestra. Una mierda de reseña trás otra. Eso escribimos.

El 93. Primer año de la facultad de periodismo. Ni tenía idea que también él se sumaba a nosotros. Cómo se había ganado un Nobel aquel colombiano de escrita confusa, rude, llena de malas palabras… En el trascurrir del año, me tomé una decisión. OK, a ver por qué.

Fui a la biblioteca. Busqué por el Cien anos…, lo empecé a leer de pie, en el pasillo entre las estanterías. Había acabado de hacer mi “debut” en “lo de los adultos”. Me había desnudado el cuerpo, faltaba quitarme otros pétalos.

Mientras iba ganando las líneas, mi cuerpo se caía. Leí algunas páginas en rodillas, hasta que me dolieron las piernas y la mente prendía fuego. Las curvas femeninas iban conduciendo la pluma de García. Me acosté, panza abajo, en el piso de la biblioteca.

Había pasado como 50 páginas y me acordé que las clases habían terminado y el predio estaba por cerrarse. Llevé el libro a casa, ojos en cada coma. En un determinado punto, encuentro una hoja de cuaderno, un árbol genealógico de los Buendía. Alguien se lo había diseñado caprichosamente para entender el guión. Me aproveché del trabajo del alucinado y me ahorré ir y venir por el libro a fin de juntar las puntillas.

Ahí estaba. Me habías deflorado tú también. Y así fue, por toda tu bibliografía. No sé cuántas veces Sierva María de Todos los Ángeles me asombró en sueño. Tú la hiciste ascender y ella bajaba para llevarme al cementerio, aquella niña demente…

Jamás estuve en Macondo y tal vez no vaya nunca, pero el olor de guayaba, el calor agobiante y el culo sin fin de las mujeres me persiguen hasta hoy. No hay nadie que nos haya sabido sentir, desear, describir como lo hiciste tú.

Tus quehaceres fuera de la máquina de escribir solo me han importado cuando denunciabas a la mierda que es ser sudaca, vítima de un tipo de corrupción cruel que nos ahoga al pueblo. Los pobres de dinero y de alma, los hambrientos, los injusticiados del sistema, están todos ahí.

Sin embargo fueron tus ojos los que siempre me miraron alta, baja, gorda, delgada, negra, blanca, sana, enferma, perfumada o pestilente. Comprendí que Juvenal Urbino tiene muchos nombres y caras. Y que de “fantástico” solo lo humano. Eso me enseñaste.

En aquél instante en la biblioteca, te hice una promesa. La entrevista en París. Ni sabía que ya vivías en la capital francesa. Nuestras sillas siguen ahí, dispuestas ante la torre. Pero tendrás que esperar un rato, tocayo.

Leticia García Castro

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